En un mundo que a menudo nos lleva por caminos de evasión y negación emocional, es fundamental recordar que todos los seres humanos nacen con una capacidad innata para la empatía, la compasión y el amor. Parece utópico y demasiado optimista, pero la realidad es que a lo largo de nuestra vida, a menudo nos desconectamos de estas cualidades esenciales. Sin embargo, hay individuos como Sebastian Struck que nos inspiran a enfrentar el dolor y utilizarlo como una herramienta de transformación personal y social.
Científicos de renombre, como Tania Singer, Richard Davidson y Daniel Goleman, han realizado investigaciones que respaldan la idea de que los bebés tienen una inclinación natural hacia ayudar y preocuparse por los demás de manera desinteresada. ¿Recuerdas tu infancia? ¿Alguna vez soñaste con cambiar el mundo cuando eras niño? Es probable que la respuesta sea afirmativa, ya que en nuestra juventud solemos albergar un deseo genuino de hacer del mundo un lugar mejor.
Sin embargo, a medida que nos enfrentamos a los desafíos y dolores de la vida, tendemos a construir un caparazón a nuestro alrededor y a centrarnos exclusivamente en nuestras propias necesidades y preocupaciones. Entramos en modo de supervivencia, lo que nos dificulta experimentar emociones positivas y, en consecuencia, nos aleja de nuestro deseo original de crear un impacto positivo en el mundo.
Cuando estamos inmersos en el estrés y la negatividad constantes, resulta difícil encontrar espacio para la alegría y la compasión. Las emociones negativas acumuladas ocupan todo nuestro ser, dejando poco espacio para las emociones positivas. Piensa en un momento en tu vida en el que estuviste completamente feliz, como al inicio de una relación. Seguramente, durante ese tiempo, te volviste más amoroso y compasivo con aquellos que te rodeaban. La felicidad nos permite conectarnos con los demás de manera más auténtica y profunda.
Nuestro cerebro está diseñado para sobrevivir y, por lo tanto, asocia el dolor con una amenaza para nuestra existencia. Cualquier forma de peligro, ya sea real o imaginario, desencadena una respuesta de lucha, huida o parálisis en nuestro cuerpo. Esto nos lleva a experimentar altos niveles de estrés, miedo, ansiedad, tristeza o ira.
Cuando enfrentamos dolor, es normal que nuestro cerebro busque placer como una forma de adormecer la aflicción. Buscamos distracciones, sustancias, comida o cualquier otra cosa que nos brinde alivio momentáneo. Sin embargo, el dolor y el trauma no desaparecen, sino que se alojan en nuestro cuerpo y subconsciente, afectando nuestras emociones y comportamientos.
Desde un estado de dolor y supervivencia, nuestra mente se enfoca únicamente en sí misma y en la búsqueda de placer. Es difícil pensar en los demás o en el medio ambiente cuando estamos atrapados en esta mentalidad egoísta. Nos concentramos únicamente en nuestra propia felicidad o éxito, sin importar cómo esto pueda afectar a los demás.
Aquí es donde entra en juego la importancia de la inteligencia emocional. Reconocer nuestras emociones y saber cómo manejar el dolor nos permite volver a estados emocionales positivos. Aquellos que son conscientes de sus emociones y trabajan en su sanación pueden recuperar esa capacidad innata de amar y comprender como lo hacían cuando eran niños. Por otro lado, aquellos que evitan enfrentar y trabajar con sus dolores emocionales tienden a cerrarse y alejarse de su verdadero potencial humano.